Abuelita Melda

Abuelita Melda
Imagen: especial.

Hay personas que por sí solas son calma. Mi abuelita Melda es una de ellas. No importa si el caos es grande, si la tristeza toma cada parte de las personas, su presencia, su abrazo, calma.

Siempre lleva un vestido de tela de flores, calcetas azules -o negras- largas y unos zapatos bajitos para poder andar. Se hace una cola de caballo y se pone aceite de oliva para que le brille el pelo y no se le enrede. A veces lleva un suéter delgadito, otras su mandil para no ensuciar su vestido.

Pero lo que nunca falta es su calma. Y es que abuelita Melda es como un oasis al que recurrimos cuando la sequedad de la vida está por deshidratarnos por dentro.

Y es ahí donde llega su magia. Te abraza. Te da un beso. Te pregunta cómo estás. Te da de comer o te prepara un agua. Te platica un poco de su vida y sonríe.

Cuando éramos niños, ella se volvía el refugio para calmar el miedo. Cada Viernes Santo nos tomaba de la mano para evitar que sintiéramos miedo por los tambores del viacrucis; los martes nos compraba un elote, mientras ella se tomaba un chilatole; algunos miércoles hacía tortillas a mano y eso nos daba la alegría necesaria para ir a la escuela; los domingos gritaba ‘vamos a comer’; y un martes a sus nietos nos pidió ser los padrinos de la cruz de mi abuelo.

Aún recuerdo la tristeza que le pasaba por los ojos aquel día, cómo no quiso -ni ha querido – dejar la cama donde tantas noches durmió al lado de su esposo, su solemnidad en el camino al pueblo que la vio crecer y donde ahora descansa su Pedro, la templanza para caminar rumbo al panteón; sus lágrimas y palabras para despedirse del hombre con el que se casó una mañana de un 1 de enero; y su abrazo que dio calma.

Hace unos días, fuimos a comprar unas paletas de hielo. Anduvimos por las calles de mejores tiempos y no pude evitar la sensación de encontrar unos minutos de paz en medio de la tristeza, las decepciones y las dudas.

Regresamos por el mismo camino, mientras ella se comía una paleta de nuez y yo una de fresa. Al llegar a casa, nos pusimos a hablar de sus comidas favoritas, de cómo le gustaban los buñuelos que su mamá hacía para celebrar la Navidad, del abuelo fallecido y sus rituales para evitar la mala suerte.

Y fue ahí cuando la nostalgia se le cruzó por la cara. Cuando se pone triste, sus ojos se le hacen chiquitos, junta los labios como si con ello ahogara el llanto y entrelaza las manos en busca de la calma.

Segundos después, sonrió al recordar a su esposo Pedro, a su mamá -“que tanto hacía para darles de comer a sus hijos”- y a su papá -“alto y siempre bien derecho”-.

Hoy cumplió años. Un mes y tres días después del que siempre pensamos era su día de nacimiento; 25 días y 90 años después del día en que nació su esposo.

Y no hay mayor anhelo que desear que se quede aquí por muchos años, que pueda disfrutar de los días con sus hijas e hijo, nietas y nietos, y que abuelita Melda nos siga dando esos momentos sencillos pero que me recuerdan que hay personas que son calma.

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