Mandalas de arena

Mandalas de arena
Los monjes tibetanos hacen mandalas con granos de arena de colores, los delinean y forman con todo detalle y precisión. Foto: Pixabay.

Una de las cosas que más me obsesionan en la vida, y que se aplica a muchos aspectos y detalles, es el asunto de la renuncia y la perseverancia. Llevo años pensando en las disyuntivas y en si las decisiones tomadas fueron las correctas; años renunciando y al mismo tiempo pensando si mejor debí haber seguido adelante, en fin, explotando las posibilidades y teniendo que decidir, porque no hay de otra, pero siempre pensando en la otra alternativa.

Sé que renunciar es sano. La gente lo dice, pero cuidado, no a todo. La perseverancia está idealizada como el sendero hacia grandes cosas. Yo tengo mis dudas. Si estás en una relación dañina con alguien, pasa que te enseñan que debes irte y soltar. Si sufres, te aconsejan que te alejes. O no, porque los consejos también se volcarán a que nada es perfecto y que los retos son maneras de forjar el carácter. Sea como sea, se habla muy poco sobre los procesos necesarios para llegar a las decisiones finales, sobre el sufrimiento y la angustia que van en el camino. Personalmente sufro por todo, tanto por la renuncia como por la perseverancia. Y especialmente por la angustia de no identificar el momento o la situación en que debo seguir o dejar de intentar. No sé si ciertas cosas valen la pena a pesar del sufrimiento, no sé si ese sufrimiento servirá o si es mejor alejarme por completo. Sufrí en mi tesis, por ejemplo, pero me pregunto si en este caso lo “correcto” hubiera sido dejar de sufrir y no hacerla y renunciar y ya. Creo que no es tan sencillo y el mundo aconsejaría la filosofía de “aguantar vara” para el bien mayor (¿qué es eso del bien mayor?). La cosa es que frecuentemente, elija lo que elija no termino conforme: si renuncio me la vivo pensando que no debí renunciar; si continúo, no dejo de imaginar que debo dejarlo.


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Los monjes tibetanos hacen mandalas con granos de arena de colores, los delinean y forman con todo detalle y precisión. Su labor es ardua y larga, la ejecutan con tremendo esmero, con una minuciosidad increíble. Pero resulta que una vez que los terminan proceden a deshacerlos, así, en toda su perfección. Esto nos enseña (o quizá es lo que me enseña a mí) que los esfuerzos son vanos, que los logros son efímeros y sobre todo, que hay que aprender a vivir con estas máximas, porque la vida es así. ¿Cómo relaciono esto con la renuncia? Creo que una parte de dejar de idealizar la alternativa está en el entendimiento de la vida como algo que va más allá de nuestros esfuerzos individuales. A veces las cosas funcionarán, a veces no. A veces el trabajo hacia ciertos fines será truncado antes de lograrse.

Suelo predicar que lo mejor en la existencia es no tener arrepentimientos; pero a veces lo que digo no es lo que hago. Hay ciertos eventos en la vida de todos que son cruciales para marcar direcciones y acontecimientos futuros. Y esos eventos son tan significativos que prácticamente aseguran el que le sigue de la forma en que le sigue. Me gusta pensar en la posibilidad de cambiar esa pequeña decisión, que en ese momento fue insignificante, pero hizo que mi vida se dirigiera hacia un rumbo muy concreto. Es un poco tortuoso pues al final se trata de soñar con posibilidades desconocidas que no llevan a nada.


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Sin embargo, me gusta afirmar y creer que puedo conocer otros caminos. Y creo que esta acción es recurrente en varias personas; no me parece gratuito que uno de los mejores cuentos de Ted Chiang verse sobre la posibilidad real de mirar nuestros otros caminos a partir de una u otra elección. Entonces sueño: estoy segura de que si no hubiera dejado de bailar a los doce años no me hubiera convertido en una adolescente obesa (y una adulta obesa). Estoy segura de que mi estadía en Guanajuato definió el rumbo de lo que tengo ahora. También estoy segura de que si en 2017 me hubiera contenido en esa obsesión absurda por llevar mi cuerpo al límite en el gimnasio no habría pasado por el dolor de rodillas y no tendría ahora un pánico descomunal al ejercicio. Pero no modo: uno decide así como se van presentando las cosas, porque no hay otra manera, y justo por eso no debería haber conflicto al respecto. No somos magos ni vemos el futuro. Yo debería pensar mis decisiones y sus consecuencias como monje tibetano y dejar de clavarme tanto en lo que hago y sus repercusiones, pero me es difícil.

Tengo arrepentimientos. Vivo pensando en la posibilidad alterna. Qué sería ahora de mí si en lugar de correr dos semanas en el parque de Santiago (cuando tenía rodillas para ello), lo hubiera hecho por cinco meses, cómo sería mi vida si hubiera entrado al Colmex a hacer un doctorado, cómo saber si hubiera sido más o menos miserable de lo que fui en la maestría. Cómo saber hacia dónde hubiera acabado de no haber tomado un empleo que me pagaba la mitad de lo que ganaba entonces, pero que me atraía con una fuerza inexplicable.

La vida entera es de disyuntivas, lo sé. No hay planes perfectos, ¿existen las decisiones correctas, acaso? Si no me preocupara tanto, podría obviar muchas disyuntivas o elegir algo así sin tanto drama. Las decisiones son importantes. Y en muchos casos ni siquiera las tiene que hacer uno, sino que las circunstancias se encargan de ello. Hace muchos años alguien me dijo esto: “Elegir algo es renunciar a lo demás”. Días después ese alguien no me eligió a mí para ser su compañera de vida, me renunció con la mano en la cintura, diciendo “no eres tú, soy yo”. Esa decisión marcó mi vida, y ni siquiera me tocó decidir a mí. En ese momento no tuve siquiera la oportunidad de renunciar a las cosas. Y aunque lo sé y lo entiendo perfecto, no dejo de pensar en la alternativa, cómo sería yo ahora, si él me hubiera elegido a mí (yo estaba con toda la disposición de elegirlo a él, por supuesto).


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También está el tema de elegir algo para lo que no sirves… pero esa ya es harina de otro costal. Suficiente tengo por el momento con el drama de elegir; por ejemplo, elegí que quiero ser escritora, pero el plan no me ha salido como lo diseñé en mi cabeza (así pasa siempre, supongo). Eso y cómo saber en qué momento cambiar de decisión, elegir otra cosa para dejar de esperar frutos de plantas estériles. No dejo de pensar en qué tal que debí renunciar a esto y a persistir en esto otro, ¿estaría mejor? Actualmente la vida me ha colocado en lugares en los que jamás sospeché estar, y está bien, me sorprende y lo agradezco. Ver cómo se altera el gran plan de mi vida es como deshacer los días de trabajo sobre los mandalas de arena. Sin embargo insisto: sigo queriendo saber cómo me iría en la alternativa.

Todos los días se tienen que tomar decisiones. Algunas pequeñas, algunas enormes. He decidido seguir escribiendo esta columna a pesar de la pila de libros que debo leer para el diplomado que elegí tomar, a pesar del trabajo que se acumula como nunca antes se me había juntado, a pesar de los otros proyectos y múltiples sorpresas de la vida que también debo atender. Pero sospecho que se avecina el momento de recordar que elegir algo es renunciar a lo demás y proceder a ello para no volverme loca.

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