“Levántate”, gritó Pedro, tras golpear el piso con el cinturón y gritarle a la sombra tendida en el suelo que tenía que soltar el miedo y continuar.
Dio tres cinturonazos más, todos acompañados de palabras fuertes, mientras Melda le ponía un paliacate apretado a la cabeza de mi hermano, que momentos antes se había caído de espaldas de tres escalones.
Mi mente de niño estaba fascinado y asustada con lo que veía, pues no cabía en mi cabeza pensar que la sombra de una persona pudiera quedarse presa en un lugar, y que a veces hay que ir a levantarla para continuar.
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Años después, recordando ese episodio, mi abuelo me dijo que ese especie de ritual se lo habían enseñado sus suegros, como una forma de liberar a las personas de ciertos miedos que los aquejaban.
Y ese recuerdo vino a mi cabeza hace unos días, luego de ir a caminar por Las Islas de CU y sentir la necesidad de ir a liberar a una parte triste de mí.
Fue uno de esos días en los que uno siente que debe de hacer algo, que los pies parecen moverse solo, que el dolor parece no existir y que la convicción es tal, que nada puede detener el avance.
Obvio no fui con un cinturón, tampoco me puse a gritar o decir groserías, pero sí fui a hablar con la parte de mí que por años se quedó atorada ahí, cargando una tristeza que ya no merecía y que ya no le corresponde.
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Ese lugar es una de las bancas que está a un costado de la Biblioteca Central de CU, que siempre ha estado bajo el resguardo de una jacaranda y que ni el paso de los años ha logrado vencer, a pesar de estar ya de medio lado.
A parte, ese día no había gente ahí, así que aproveché para sentarme y ponerme a platicar con ese Juan de hace unos años, aquel que tristeó un noviembre y un diciembre, pensado que el mundo se le iba a acabar cuando un adiós lo sorprendió; aquel que tenía miedo de dejar la comodidad para volver a empezar; el que lloró sus ausencias, una noche de octubre antes del Día de Muertos; aquel que se frustró otro diciembre, pensando que nunca sería suficiente.
Y así, como mi abuelo lo hizo una vez, le dije que se levantara, que debía soltar esa tristeza que lo tenía preso y seguir, porque aunque hay dolores o ausencias que nunca nos dejarán, sí es posible seguir, de a poco.
Y pasó. Hoy sé que ese Juan ya no está más, que es libre y que todo puede estar un poquito mejor.