Uno de los rasgos más característicos de la política internacional estadounidense siempre ha sido su afanada lucha por establecer los principios, léase sus principios, democráticos ahí donde la coyuntura social de los países más vulnerables permita justificar la penetración político-militar. Y es que, a estas alturas, ya nadie puede negar que la instauración de regímenes democráticos “funcionales” en países beligerantes o sin estabilidad política jamás ha sido el móvil de los intereses globales de la primera potencia mundial. Antes bien, lo que ha llevado a Estados Unidos a convertirse en el supremo guardián de la democracia global han sido sus objetivos económicos y geoestratégicos. Ejemplos claros nos los proporciona la historia: la guerra de Vietnam, la guerra del golfo pérsico o el apoyo al régimen israelí ante el lamentable proceso de genocidio que se ha estado llevando a cabo contra el Estado palestino, como grandes parteaguas de la dinámica invasiva y violenta del país de las barras y las estrellas.
Lo anterior nos lleva a preguntarnos, forzosamente, si aquello que se presume a nivel mundial dentro del discurso democrático, tanto de Estados Unidos como de sus instituciones títeres y alienadas (ONU, OTAN, FMI, OEA, etc.), no terminaría por representar una especie de paradoja que, una vez analizada, tendría que develar la verdadera cara de ese universal ideológico falso (la democracia) impuesto a escala planetaria por el poderío estadounidense.
Sin embargo, antes de ver como farsa lo que se ha establecido como verdad, tenemos que plantear los principios sobre las cuales la democracia, la verdadera democracia, se asienta. Para ello, una figura clave a la que se debe voltear, sobre todo por la idea que expone sobre el fundamento de la democracia, es Jean Jaques Rousseau, filósofo suizo sobresaliente, perteneciente a la camada de los teóricos contractualistas. La idea clave que el escritor del Contrato Social nos da es que el fenómeno originario que constituye a la democracia es la aclamación.
Así, pues, la aclamación se erige como concepto elemental para entender el principio de la actividad democrática de un pueblo, porque es mediante ella como los participantes de la vida pública de los Estados pueden mostrar su aprobación o descontento en relación con las medidas que el gobierno quiera aplicar. La aclamación consiste en la participación activa del ciudadano en los asuntos políticos, y es por eso por lo que deviene en rasgo constitutivo de la democracia, pues es el propio bullicio el que manifiesta de mejor forma lo que la sociedad acepta o rechaza.
No obstante, es muy claro que, a mayor densidad poblacional menor es la posibilidad de que la sociedad aclame en conjunto algo, y la solución a esto ha consistido en maquillar lo que debería ser la democracia real con alteraciones de forma y fondo que hoy conocemos como democracias representativas, las cuales están presentes en la gran mayoría de los países occidentales o, mejor dicho, de los países estructurados bajo los lineamientos de los países democráticos capitalistas avanzados. El resultado de esto es que, por más simulaciones que se elaboren, la decisión ya no recae nunca en el cuerpo social sino en una serie de representantes que, en casi todos los casos, son ignorantes de las condiciones materiales de pobreza que su propia sociedad vive.
Habiendo planteado lo anterior, podemos ver que aquello que para Rousseau figuraba como el eje edificador de la democracia (la aclamación) ya no está presente, y la cuestión más relevante radica en que si esta ausencia es una realidad a nivel estatal, lo es aún más a escala mundial, pues la ausencia de soberanía en el terreno internacional posibilita, con mayor razón, la imposición y dominación del centro sobre la periferia. Imposición que siempre queda justificada por la aceptación del discurso occidental sobre la defensa de los valores y de la moral, que termina entronándose en el logos global como ese universal ideológico arquetípico al cual el resto de las sociedades deben aproximarse lo más posible, ya sea acosta de su soberanía o de la aceptación sumisa, lamentable y cobarde de invasiones y abusos en contra de poblaciones que no se alinean a los mandatos estadounidenses.
Lo anterior empieza a perfilarnos ya al terreno que queremos tocar en este breve análisis, a saber: la falsedad de la democracia estadounidense. Para entrar de lleno a esto convendría retomar el planteamiento que Slavoj Zizek, filósofo y psicoanalista esloveno reconocido mundialmente por sus aportaciones al estudio de la ideología, establece en su libro “El sublime objeto de la ideología”, donde argumenta que un universal ideológico deviene falso cuando el principio que presume defender cae en contradicción con las acciones que lleva a cabo.
Sin embargo, por más extraño que parezca, es esta confrontación entre lo que se dice y lo que se hace, el momento constitutivo de los universales ideológicos, ya que, como sentencia Zizek, “cada universal ideológico”, pensemos la libertad o la democracia, “es falso en la medida en que incluye necesariamente un caso específico que rompe su unidad.” El ejemplo más notorio que nos da el filósofo esloveno es el del obrero teorizado por Marx, pues “al vender libremente su propio trabajo en el mercado, pierde su libertad, el contenido real de este acto libre de venta es la esclavitud del obrero al capital.”
Relacionando lo anterior con nuestro tema, podríamos ver en el migrante aquella figura que se presenta como la contradicción del universal ideológico estadounidense (la democracia), gracias a que el discurso y las acciones sobre y contra estos hombres y mujeres que buscan mejores condiciones de vida en otros países, representan un momento de quiebre en la narrativa de Estados Unidos que nos permite ver la falsedad de sus intenciones democráticas y libertarias, pues el inmigrante es libre, pero en el momento en que pretende ingresar a la tierra de la libertad por antonomasia (Estados Unidos) deja de serlo porque al ejercer su libertad genera la negación de la propia libertad, es decir: la libertad estadounidense radica en la anulación de la libertad del otro en tanto el interés y las circunstancias lo demanden
Es por ello por lo que podemos ver a la democracia, e incluso a la libertad, como un universal ideológico falso, en tanto que si A, siendo un inmigrante, busca la aplicación de lo que, para B, un ciudadano estadounidense, significa la libertad, esta deja de funcionar de igual forma. Al no aplicarse los principios democráticos de la misma manera para A que para B la condición del universal ideológico deja de ser universal, es decir, muestra la imposibilidad de aplicarse de manera global a todos los individuos ya que su misma naturaleza le obliga a la creación de esta contradicción.
Para que la libertad, desde el enfoque de Estados Unidos, funcione, se necesita que esta libertad sea inaplicable para las demás personas que no vayan de la mano con los propios intereses políticos estadounidenses. Es por ello por lo que, en el caso de Irán, por ejemplo, mucho tiempo el gobierno de Estados Unidos auspició la política de Sadam, pero en el momento (durante la invasión de Kuwait) en el que la libertad de acción del gobierno iraní no colindaba con los intereses estadounidenses hubo un distanciamiento de criterios y, por ende, una intromisión en el país.
La aplicación selectiva de los derechos y las libertades es lo que nos permite ver a la narrativa estadounidense en su estado de falsedad, pues la democracia en tanto democracia no debe ser condicionada. Un ejemplo más claro de esto es la relación de Estados Unidos con Israel en tanto que permite la anulación de la vida democrática para el pueblo palestino mientras que la acrecienta para el pueblo israelí. Ante esta dicotomía la democracia no se muestra como un universal aplicable a todos, sino más bien como una categoría ideológica selectiva, y como ya explicamos, al darle la naturaleza de selectividad a la propia democracia, esta deja de ser fuente de libertad e igualdad gracias a que queda restringida para un sector social privilegiado.
En suma, nos queda como obligación repensar los verdaderos alcances y objetivos que la democracia estadounidense persigue, pues muchos de ellos derivan en la supresión de las libertades democráticas de Estados vulnerables que, frente al concierto internacional orquestado por la mano visible de Estados Unidos, no tienen nada que hacer, ya que su discurso, y hasta su voluntad, quedan ninguneados bajo el avasallador poderío de la nación de la “libertad y la democracia”.